
La idea que tengo al acceder a un parque de atracciones es la de acudir a un lugar rebosante de ocio en donde es posible desconectarme de la rutina diaria y divertirme un rato. Olvidar, por unos momentos, aquellos asuntos que me mantienen en vilo y disfrutar del numeroso surtido de emociones que cobran vida en mi sensible sistema nervioso generados por el continuo bombardeo de movimientos, vibraciones y sacudidas de esos artilugios mecánicos dispuestos a ese fin.
Acompañado de buena compañía y de sana empatía me encuentro, para mi sorpresa y posterior decepción, con una ristra de prohibiciones que hacen del todo imposible el poder disfrutar de una determinada atracción. Y no sólo por mi persona sino también por mis acompañantes.
Fruto de esa circunstancia obtengo la impresión que uno debe ser un superman o una superwoman para poder deleitarse y emocionarse con un sinfín de percepciones (probablemente un tanto bruscas) generadas por esos ingenios sobre nuestro organismo.
Así que hoy, un tanto desilusionado, me siento realista: no doy la talla.
Ya lo veía venir. Los años no pasan en balde.
Hay que enfrentarse a la realidad. Aferrados perduran en mi añoranza aquellos años en que actuaba y me sentía como un chaval, lleno de fuerza y vitalidad.
Pero para mi ego aún mantengo el sano discurso que la sabiduría y la experiencia ganan enteros día tras día. Al menos no está todo perdido.
Junio 2019.
© Joan Oliveras. Todos los derechos reservados.
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Quizá haya llegado el momento de preguntarse: ¿seguro que es necesario ir a un parque reglamentado como ese, y pagar por divertirse?
¿No podemos hacerlo más sencillo?
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